Aparentemente lo tenía todo en la vida, no tenía grandes dramas, pero no solo no era feliz, sino que el hecho de enfrentarme al día a día me suponía un suplicio: todo lo veía y lo vivía como una carga, hasta el simple hecho de ir sola por la calle me representaba un gran esfuerzo: un esfuerzo al pensar que opinarán de mí, intentar no molestar a nadie… Realmente contaba con grandes problemas de autoestima y una mochila emocional por vivencias del pasado a punto de rebosar. Cualquier incidencia mínima me generaba ansiedad y una profunda tristeza. Tenía claro que no quería (ni podía) seguir así, y decidí darme la oportunidad de empezar terapia.
Mi demanda la quise resumir en una palabra: quería que me enseñase a VIVIR. Durante la terapia, y sin darme cuenta, fuimos analizando distintos aspectos de mi vida. No tenía claro a dónde íbamos a llegar ni cuándo, ni si esas sesiones me iban a ayudar. Pero poco a poco fui notando cambios emocionales, en cómo me afectaban (o mejor dicho, como no me afectaban) las opiniones de los demás, en cómo me sentía en el trato con la gente, en como lidiaba con los “problemas” diarios…
En “mi última” sesión, le dije: Anna, ahora hay días que soy FELIZ. Para mí era una emoción totalmente nueva, que no sabía explicar. Me sentía y me siento bien sin que exista un factor externo que lo condicione, sino, con lo que tengo y con lo que soy. Y VIVO como yo soy, no como lo que otros querían que fuera.
Eternamente agradecida.